Afganistán regresa a las tinieblas

La valentía y el valor de las mujeres afganas que protestan contra los talibanes en el poder desaparecerán cuando el régimen les prohiba vivir libremente

La reacción norteamericana al brutal atentado del 11 de septiembre de 2001 iba acompañada de un mensaje explícito: se va a derribar el régimen que impulsó los ataques y, además, se va a reformular la política exterior de tal manera que allí donde hay dictaduras se van a construir estados democráticos.

La retirada precipitada veinte años después de derribar a los talibanes son ahora los talibanes los que han expulsado al ejército norteamericano y a los aliados militares de la OTAN. Una guerra perdida, la más larga de todas, y un debilitamiento del liderazgo militar de Estados Unidos. La tecnología y el potencial de seguridad occidental ha sucumbido ante un grupo de afganos que se han organizado para forzar la salida de las tropas ocupantes.

Los talibanes están tomando el poder en Kabul con la dudosa promesa de que respetarán los derechos humanos y permitirán a las mujeres a que puedan desarrollar una vida social y profesional en los cánones del civismo y el respeto. Las imágenes que llegan de la capital afgana indican el valor y la valentía de muchas mujeres que han salido a la calle para protestar contra las intenciones represivas de los talibanes. Qué poco se habla de la arriesgada actitud de esas mujeres que plantan cara a las intenciones inhumanas de los nuevos dueños del país.

Mientras se permita a periodistas occidentales informar desde Kabul es posible que la oposición sea respetada. Pero cuando caiga la oscuridad informativa sobre el país, las tinieblas de la intolerancia volverán a encerrar a las mujeres en sus casas. De hecho, los portavoces talibanes han afirmado que la mujer no puede ocupar puestos públicos porque no tiene la capacidad de los hombres.

En estos veinte años, señalan algunos analistas en Washington, no se ha repetido un ataque de procedencia islámica en territorio norteamericano. Pero los atentados con el sello de la jihad han sido numerosos desde entonces en muchas partes del mundo. La derrota en Afganistán está relacionada con otra guerra perdida en Iraq y con las luchas internas en Siria que han cansado cientos de miles de muertos y unos cuatro millones de exiliados.

Una lección que cabe extraer de lo que estamos viendo estos días es que la fuerza y las armas sofisticadas, manejadas desde la distancia, no son suficientes para ganar un conflicto. El poder duro no se impondrá sobre el poder blando.

A la hora de inventariar los daños producidos por la guerra cabe señalar el que pienso que es el más importante. Oriente Medio, como han intentado británicos, franceses y norteamericanos a lo largo del siglo pasado, no puede organizarse desde fuera. Los regímenes estables en el universo islámico, totalitarios todos ellos, han tejido una red de intereses, de poder y de recursos financieros para organizar la salida del personal occidental de Afganistán y ser los garantes de la estabilidad en la región. El caso de Qatar es paradigmático.

Si Occidente no puede intervenir en la llamada democratización de esos países, lo máximo a lo que puede aspirar es que, por lo menos, Afganistán y otros estados, no se conviertan en nuevos núcleos para combatir violentamente en Occidente, es decir, para que no se repitan más ataques terroristas inspirados y ejecutados desde un régimen talibán como el que sacudió Estados Unidos hace ahora veinte años.

Si es así, sería el único factor positivo de una guerra perdida durante cuatro lustros de superioridad militar y con miles de millones de dólares derrochados en un conflicto que, por lo demás, ha sido inútil.

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