La inmigración es un problema y una necesidad para un Occidente que envejece y contempla el invierno demográfico como una fatalidad. Las imágenes de decenas de muertos sin identificar, sepultados en fosas sin nombre en Nador, huyendo de una guerra que se libra a miles de kilómetros en Sudán del Sur y en Chad, son inhumanas, intolerables e indignas. El presidente Sánchez habló en un primer momento de un problema bien resuelto por soldados marroquíes que colaboraron con las fuerzas españolas para preservar la frontera de Melilla a golpe de pedradas y con armas de fuego. Mal momento tuvo el presidente.
El apagón informativo marroquí no es aceptable. Pedro Sánchez ha matizado sus primeras palabras, pero el hecho cierto es que el giro estratégico en las relaciones con Marruecos no lo ha explicado en el Congreso ni a la opinión pública y no sabemos cómo y por qué se dio un giro radical en las relaciones con Mohamed VI entregándole la autonomía sobre el Sáhara occidental y creando una crisis con Argelia, principal suministradora de gas a España.
Los 124.000 ucranianos que han llegado a nuestro país expulsados por la guerra de Putin han recibido una buena acogida política y social. Quieren regresar a su tierra cuanto antes, pero mientras se encuentren aquí son tratados con solidaridad y afecto correctos.
Europa tiene problemas con la inmigración. Boris Johnson pretende enviar a los que buscan asilo o son perseguidos por la miseria o la guerra a Ruanda. Es una idea tan descabellada como supremacista que ha sido detenida, de momento, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. No hay pueblos puros ni hombres nuevos. Todos somos fruto de levaduras diversas, según Vicens Vives, y una parte importante de cada país pertenece a una biología y a una cultura de mestizaje. La no aceptación de esta diversidad humana explica el éxito de los partidos de derecha extrema hostiles a la inmigración. Los dramáticos episodios de miles de inmigrantes o refugiados que han convertido el fondo del Mediterráneo en un espacio sepulcral no han movido a la compasión, sino a un cierre de fronteras cargadas de miedo y de rechazo al extranjero.
La extrema derecha ha crecido en Europa y Estados Unidos hasta el punto de que Donald Trump construyó cientos de kilómetros de muro con México y en Europa, desde la caída del muro de Berlín, se han construido más de mil kilómetros de fronteras físicas. Sigo pensando que el espacio Schengen, el euro y el Estado de bienestar son tres de los principales logros europeos.
Si la curva demográfica europea sigue el mismo ritmo, habrá que ir a buscar personas de otras latitudes para que trabajen en aquello que nosotros no queremos hacer. ¿Se imaginan, por un momento, que el más de un millón de inmigrantes que llegaron a Catalunya desde 1995 hasta el 2005 se fueran todos de un día para otro? El país se hundiría, el campo se convertiría en yermo y los ancianos no tendrían quien los cuidara y los paseara con sillas de ruedas por nuestras calles.
Pienso que es urgente un plan estratégico, desideologizado y transversal, para la acogida de inmigrantes que hagan más sostenibles y más amables nuestras sociedades y que puedan subirse al ascensor social. Y, además, una política de cooperación más generosa y eficaz en aquellos países golpeados por la guerra, la miseria, la persecución y el analfabetismo. Y esto no es buenismo, sino más bien realismo humanista y conciliador.
Publicado en La Vanguardia el 29 de junio de 2022