El periodista Huw Edwards, galés, 61 años, está conduciendo el espectáculo del largo duelo por la muerte de Isabel II y la proclamación del rey Carlos III. Pasadas las doce del mediodía del jueves día 8 apareció en la BBC, con corbata negra, camisa blanca, traje oscuro, diciendo que los médicos estaban preocupados por el estado de salud de la reina en su residencia escocesa de Balmoral.
Empezaba la preparación para anunciar la muerte de Isabel II, 70 años de reinado y 96 de vida, que se produciría al caer el día del mismo jueves, exactamente a las 19.30, con un escueto comunicado del palacio de Buckingham que decía “la reina murió en paz en Balmoral esta tarde. El rey y la reina consorte permanecerán en Balmoral esta noche y regresarán mañana a Londres”. A reina muerta, rey puesto. Sin dilación y sin titubeos.
Empezaban los ritos emocionales que solo un pueblo amante de la teatralidad de la vida puede ofrecer. No es una circunstancia del azar que muchos de los grandes actores contemporáneos sean británicos y hayan triunfado en Hollywood. No se cómo será el capítulo de la serie The crown cuando trate el ocaso de la reina Isabel. Pero difícilmente será superado por lo que estamos viendo en directo todas las horas del día bajo la conducción del veterano periodista galés.
Se ha detenido la actividad política, los diputados se han puesto corbata negra y camisa blanca. Las diputadas, con vestido también negro, proclaman las virtudes de la reina de cuerpo presente en tierras escocesas y luego inglesas. El país está de luto por la monarca traspasada y resalta la supuesta idoneidad del heredero, que es el rey con más edad que haya accedido jamás al trono en Inglaterra.
Se trata de que todos estén en su lugar y se limiten a interpretar su papel como actores principales, secundarios, extras o simplemente ciudadanos que hacen horas de cola para rendir el último tributo a la soberana fallecida. Se trata de sacar de los sarcófagos de la tradición las viejas ceremonias, los hábitos medievales, el boato, la pompa, las dignidades heredadas o adquiridas.
Las vestimentas de los lores, las capas pluviales de obispos y arzobispos, las lecturas de la Biblia en los responsos, la trompetería de la guardia interpretando el God save the king, las palabras medidas y precisas. No pasó desapercibido que la ministra principal escocesa, Nicola Sturgeon, escogiera unos versículos del Eclesiastés que hablan de un tiempo para cada cosa, como insinuando que el rey Carlos III entenderá que puede seguir reinando en una Escocia escindida del Reino Unido si se celebra y se gana un referéndum.
Todos estos gestos no tienen valor intrínseco, pero ofrecen una seducción popular por su prestancia, brillo y representación de un mundo que no existe en la realidad pero que ejerce un gran impacto sobre las mentes sencillas.
La corona ha ido perdiendo poder hasta quedarse en la simbología reverencial que representan los ritos y las tradiciones de un pueblo que suspira por un imperio que se fue para siempre y en el que el poder no se lo disputan ya el místico imperial, Disraeli, y el liberal Gladstone.
Con la dureza de la política moderna han combinado los británicos una monarquía venerable, majestuosa, teatral, hierática y sobrecargada de ornamentación. Entienden que la democracia es compatible con las formas viejas, con las tradiciones más añejas, incluso con los disfraces que hemos visto desfilar por el escenario del buen teatro, serio, riguroso y respetuoso que ha representado el largo reinado de Isabel II, una creyente que exhibía su fe cristiana en cada mensaje de Navidad.
La única prerrogativa que conserva la corona es ficticia, o por lo menos una escenificación del primer encuentro que ha mantenido Isabel II con todos los 15 primeros ministros que al salir de la audiencia con la soberana han declarado: “La reina me ha preguntado si quería formar gobierno y le he respondido que sí”. Está bien claro que es una formalidad constitucional, pues quien decide el primer ministro es el Parlamento. Sin embargo, la monarquía británica es la piedra angular de todo un sistema político que es muy frágil pero garantiza la estabilidad democrática y las libertades sin renunciar a lo viejo e incorporando lo nuevo. Puro teatro en el país de Shakespeare.
Publicado en La Vanguardia el 14 de septiembre de 2022
El evento «…ejerce un gran impacto sobre las mentes sencillas» escribe el Sr. Foix.
La finezza de nuestro anfitrion queda revalidada una vez mas.
No comment.
Pienso que el poder de la monarquia británica, se ha dado cuenta que menospreciaban a la Sra. Meghan Markle, por considerarla insignificante y sin poder, ..pero…. haaaay,……. ahora se han dado cuenta que ella es estadounidense y que el poder, ella lo tiene en Estados Unidos.
Pues allí es querida y respetada en la televisión. Y esto tambien es poder.
Resmen. …. No comment.