En sus crónicas berlinesas publicadas en el periodo de entreguerras, el escritor Joseph Roth, austriaco de origen judío, decía que no hacía comentarios ocurrentes y frívolos sobre la cruda realidad en la Alemania que se dirigía hacia el totalitarismo, sino que dibujaba el rostro de su tiempo recordando a sus lectores lo que deseaban olvidar.
Roth describió magistralmente el ocaso de un mundo en el que los europeos se mataron a millones en la Gran Guerra y temía que los populismos crecientes produjeran la segunda gran catástrofe incubada en el corazón de Europa y que volvió a sembrar de millones de víctimas los frentes de la Segunda Guerra Mundial.
Había un ansia de seguridad personal y colectiva que se repite hoy en circunstancias distintas y actores diversos. Prefiero utilizar la palabra desconfianza en vez de miedo, que siempre es un fenómeno relacionado con lo que puede ocurrir en el futuro. El miedo es siempre superable, pero la desconfianza en los gobernantes, por ejemplo, es un estado emocional actual que tiene consecuencias inmediatas. Bien lo saben los políticos en campaña electoral y los encuestadores que elaboran el estado de ánimo en un momento concreto, que puede cambiar en horas o en días.
La desconfianza, escribe Tony Judt, está resurgiendo como un ingrediente activo en la vida política en las democracias occidentales. Aunque la guerra de Ucrania nos parece lejana y ajena a nuestra seguridad colectiva, está librándose en la parte oriental de Europa y afecta a nuestras economías y a los recursos energéticos imprescindibles, puesto que, de hecho, estamos directamente involucrados en esta guerra.
Una desconfianza sutil e insidiosa recorre las aguas profundas de las sociedades democráticas europeas sobre la velocidad incontrolable de los cambios, sobre la precariedad del empleo, sobre las consecuencias de la distribución desigual de la riqueza y sobre el control de las circunstancias y rutinas de la vida cotidiana. Y desconfianza, sobre todo, según Judt, a que no seamos nosotros los que ya no dirigimos nuestras vidas, sino que los gobiernos hayan perdido el control que ahora está en manos de fuerzas situadas fuera de su alcance.
A estos temores hay que añadir la fragilidad del discurso político en el que la palabra dada pierde valor ante los intereses del partido o del poder, como se está viendo estos días en las contradicciones en la formación de los gobiernos del PP con Vox y como experimentamos previamente en las mentiras o cambios de criterio de Pedro Sánchez al comienzo de la actual legislatura. Mientras la mentira comprobada no esté penalizada en las urnas, las democracias marcharán cojas y con fuertes dosis de corruptelas y atropellos a la libertad de todos.
El panorama para después de las elecciones del día 23 de julio es incierto. El Partido Popular de Núñez Feijóo anda por delante de Pedro Sánchez en las encuestas. Pero el partido hay que jugarlo y los imponderables, que siempre los hay, pueden trastocar las predicciones.
Los dos llevan muletas imprescindibles pero incómodas. Los socialistas necesitan que aguante al alza Yolanda Díaz con Sumar y los populares precisarán de Vox para formar gobierno si hay una mayoría fragmentada de derechas. El éxito excesivo de sus aliados respectivos les puede restar votos, quizás más a Sánchez que a Feijóo.
Pase lo que pase, hay que recuperar una cierta confianza en la política y los políticos. Si los ciudadanos mejor preparados por la libertad y el progreso renuncian a participar en la política, abandonan la sociedad a funcionarios que no tienen que rendir cuentas a nadie. Hay que exigir que los debates y las acciones de gobierno se construyan sobre realidades y no con fantasías y, mucho menos, con mentiras y propaganda puramente ideológica. La política debería ser un servicio temporal y no una profesión de por vida.
Por mucho que anuncien medidas sociales con presupuestos que disparan el déficit y la deuda públicas, hay que tener en cuenta que administran dinero público, de todos. Si la política no reduce las desigualdades, la pobreza y el cinismo, no sirve de mucho. Las explosiones sociales en Francia y el auge de la extrema derecha en Europa son en buena parte consecuencia de las desigualdades crecientes y de la marginación de los más vulnerables. Esta es responsabilidad de los políticos y de todos.
Publicado en La Vanguardia el 5 de julio de 2023
Excelente artículo. Está muy bien la autocrítica, es indispensable para progresar. Sin embargo, no deberíamos dejar de destacar que la masiva inmigración ilegal, orquestada por las mafias, son consecuencia de un plan muy concreto para debilitar a la Unión Europea. Y que nuestro buenismo y sentimiento de que no hacemos suficiente ayuda a los enemigos de Europa. Se impone que los liberales de centro consigamos en Europa un peso político suficiente como para frenar esos bandazos de izquierda a derecha y viceversa.
Ud. Lo ha dicho bien claro: Si la política no sirve para etc etc. no nos extrañemos de la desafección en las próximas elecciones.
Ningún político se plantea el origen que es el paro y el del paro, la desindustrialización.
Y esta proviene de la codicia de importar productos exteriores.
China alerta del riesgo de cerrar fronteras a sus productos, pero no le preocupan los disturbios en Europa donde se mezcla la religión (refugio ante la adversidad) ante la falta de oportunidad de empleo.