Los franceses han superado el Tour después de contemplar desde el sillón de su casa la grandeza cultural de un país cuyos grandes campanarios y castillos los tengo asociados con la gran vuelta ciclista. Ahora comienzan los Juegos Olímpicos, que serán un gran espectáculo que muchísimos parisinos verán desde la residencia en el campo o en las playas, lo más lejos posible del Sena.
La fiesta comienza con los miedos propios de esta nuestra sociedad hiperinformada. Preocupación por la seguridad y por mantener el prestigio de Francia que es incapaz de elegir un primer ministro que tendría que salir de los tres bloques principales: el frente popular, el macronismo y la extrema derecha, que, de momento, no han pactado nada.
Transitando por el valle de Isère y tras conversar con gentes de estas tierras se detecta que la desconexión con la política es colosal. Lo que admiro de este país es la cantidad de agua que fluye por sus ríos. Es un país rico que pierde muchas energías por los liderazgos frágiles y por las posiciones maximalistas de los extremos.
Es el gran problema de las democracias liberales con sistemas políticos que han abandonado la centralidad y se rigen por posiciones radicales y de odio, incapaces de encontrar salidas razonables con otros.
El abandono de Joe Biden de la carrera electoral ha desviado la preocupación de los franceses hacia Estados Unidos. Lo que ocurra en noviembre va a tener una repercusión global, especialmente para los europeos cuya seguridad, queramos o no, depende del presidente norteamericano de turno. No hay nunca crisis en los gobiernos autoritarios. Y las que hay se esconden o se transforman en propaganda contra los traidores internos o externos. No me precipitaría en anunciar el declive americano de la que sigue siendo la primera potencia económica, académica y tecnológica. Los declives, en todo caso, y siguiendo las teorías de Toynbee, suelen ser placenteros, lentos y siempre muy creativos.
En las cuatro elecciones presidenciales que he cubierto para este diario –desde Nixon hasta Obama– parecía que el fin del mundo estaba en juego. No hay nada más incierto que unas elecciones americanas en las que se disputa el gran liderazgo de las democracias. La retirada de Joe Biden ha cambiado las piezas del tablero para que el show más dramático del mundo siga su curso con inesperados sesgos.
Los profetas del periodismo echarán mano de metáforas que irán renovando hasta que se abran las urnas en noviembre. Lo que se puede afirmar es que el candidato viejo y con lagunas de memoria es ahora Donald Trump. Kamala Harris es una desconocida que solo se ha movido en las sombras del poder washingtoniano en sus años de vicepresidenta.
Es negra, pero es un producto de la política institucional y no es una ideóloga ni una sectaria. Trump ha de medir muy bien sus mentiras y sus ataques populistas a la que puede ser la candidata demócrata aunque hay mucha tela que cortar todavía. Parecía improbable que Reagan, Obama o el propio Trump fueran presidentes. Y lo fueron porque no se rompió el principio de legitimidad en tiempos tan convulsos como peligrosos.
Me viene a la memoria la acusación que se hacía a Truman en 1948 de que era un hombre vulgar. Reaccionó con la poca sutileza de un hombre del Midwest diciendo qué hay de raro en ser un hombre vulgar, un “ordinary man”. De momento, el caso está abierto y los imponderables pueden alterarlo todo. Ah!, y son los norteamericanos los que votan.
Publicado en La Vanguardia el 24 de julio de 2024