El espectáculo de la gran trifulca política organizada alrededor de las asociaciones de víctimas del terrorismo esconde dos visiones encontradas sobre cómo se puede alcanzar un ámbito de convivencia aceptable entre colectivos que no tienen la misma visión sobre quién y cómo se debe gobernar España.
Una sociedad se condena a la perdición cuando sus actores principales empiezan a confundir el rival político con el enemigo mortal. En la pugna para combatir al gobierno o para debilitar a la oposición estamos viendo demasiada irracionalidad. Es más, parece que todo vale para destruir al adversario. En el ya lejano 1993 los populares se resistieron a aceptar la victoria ajustada de Felipe González. Cuando tres años después, en 1996, el partido de Aznar ganó las elecciones, los socialistas se resistieron a aceptar lo que Alfonso Guerra calificó como una amarga victoria popular. El triunfo electoral del año 2000 dejó aparcada esta visión cainita tan recurrente en la política española y la mayoría absoluta conservadora permitió al presidente Aznar implantar su programa sin necesidad del apoyo nacionalista catalán que había permitido la gobernabilidad en su primer mandato.
Las elecciones del año pasado fueron precedidas por los atentados de Madrid del 11 de marzo que incidieron muy directamente en la voluntad de un segmento importante del electorado que entregó la victoria a Rodríguez Zapatero. El hecho de que la tragedia de Atocha repercutiera en los resultados electorales no desligitimó la victoria socialista. Fue el electorado, con las emociones y vivencias del momento, el que propició el inesperado giro en las urnas del 14 de marzo.
La política se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres y de la sociedad. Una sociedad en la que todos nos podamos sentir a gusto dentro de las lógicas diferencias políticas y sociales. En el fondo de este gran barullo político que vamos a experimentar en los próximos tiempos se encuentra el hecho de no aceptar lo que una mayoría de españoles decidieron libremente hace casi un año.
Cualquier actuación del gobierno es desautorizada y combatida con el espejismo de que su legitimidad es dudosa. Si no hay coincidencia en este punto de legitimidad todo lo que se deriva de la acción política hay que destruirlo. No se tiene en cuenta que el reconocimiento mutuo de las diferencias es también la marca de la identidad común. El fantasma de las dos Españas vuelve a asomarse peligrosamente en el horizonte.