En estos días de campaña electoral con bombas en el territorio iraquí nadie se acuerda de los poco más de tres millones de kurdos que una vez más van a ver pasar la historia por delante sin que sus derechos como pueblo sean tenidos en cuenta. Hay kurdos en Iraq, en Turquía, en Siria, Irán y Armenia. Unos veinte millones de kurdos viven desperdigados en los estados que se han apropiado históricamente del Kurdistán. Los kurdos son el caso más emblemático de un pueblo que no ha sido reconocido como estado por ninguna de las potencias que han ido y venido en la región de Oriente Medio.
Su gran trauma nacional se manifestó de forma dramática cuando los turcos protagonizaron una matanza de kurdos que puede considerarse un genocidio. Aquellos hechos no han sido reconocidos por Turquía. Casi dos millones de kurdos fueron exterminados a partir de 1914 cuando el Imperio Otomano empezaba a formar parte de las potencias centrales en la Gran Guerra europea.
No fueron reconocidos en el Tratado de Versalles que puso fin a la primera Guerra Mundial y sus gentes quedaron diseminadas entre los estados que hoy albergan a los kurdos. Los tratados internacionales no reconocieron sus derechos y el mundo se olvidó de su causa. A pesar de ello, han sobrevivido como pueblo sin que los trazados fronterizos hayan borrado su identidad.
El mundo no ha querido concederles la soberanía en un estado que legítimamente les pertenecía. Acabo de leer el libro de Hiner Saleem, “El fusell del meu pare”, Edicions la Campana, un relato lleno de tristeza pero a la vez impregnado de esperanza. Hiner Saleem nació en 1964 en el Kurdistán iraquí. Hoy es refugiado polítco en Francia, nunca ha tenido pasaporte ni derecho de voto en ninguna parte. En 1992, después de la primera guerra de Iraq, realizó clandestinamente un documental, presentado en el festival de Venecia, sobre las condiciones de vida de los kurdos iraquíes.
Es sobrecogedor el relato de sus antepasados. Dice que su abuelo tenía sentido del humor. Decía que había nacido kurdo, en una tierra libre. Después llegaron los otomanos y dijeron a mi abuelo que era otomano. Y así se convirtió en otomano. A la caída del imperio con sede central en Constantinopla se convirtió en turco. Los turcos abandonar aquella parte del Kurdistán que fue ocupada por los británicos con lo que su abuelo pasó a ser súbdito de la Graciosa Majestad Británica.
Los ingleses, continua el autor, inventaron Iraq y mi abuelo pasó a ser iraquí pero nunca entendió el enigma de este nuevo nombre. Hasta su último aliento no se sintió nunca orgulloso de ser iraquí. Su hijo, el padre del autor, tampoco. Y aquí empieza su larga odisea hasta convertirse en un exiliado político en Francia.
Los kurdos iraquíes fueron controlados férreamente por el régimen de Saddam Hussein. Lo mismo les ocurrió a los de Turquía que constituyen uno de los problemas para el proceso de negociación para entrar en la Unión Europea. Después de las elecciones del próximo día 30 en Iraq confían en obtener un estatuto especial. Pero los problemas entre sunitas y chiítas sepultan las ambiciones de los kurdos que no se sienten iraquíes.
Los kurdos han sido subyugados por los pueblos vecinos a lo largo de la historia. En el siglo pasado intentaron establecer estados soberanos dentro de Irán, Iraq y Turquía y siempre fueron derrotados. Tienen identidad propia, una cultura milenaria y una lengua común. Pero el Kurdistán nunca ha llegado a ser una unidad.
No están muy ilusionados con las elecciones del día 30. Saben que es una nueva ocasión en la que las piezas se vuelven a mover pero que ellos seguirán abandonados por los estados en los que se encuentran y por la comunidad internacional. Pero sus ambiciones no quedarán enterradas. Hasta que el mundo se de cuenta de que el Kurdistán es una realidad que no puede ignorarse. Quizás no llegue nunca. Pero tampoco se alcanzará la convivencia entre los kurdos y los pueblos vecinos.