Es apasionante seguir lo que se escribe, se dice y se ve sobre la muerte del Papa, los respetos multitudinarios que reciben sus restos en la basílica de San Pedro, los preparativos del cónclave, las predicciones sobre el sucesor y todo lo que envuelve a un hecho de una gran repercusión que ha llegado a todos los rincones del mundo.
Es apasionante porque se produce una sinceridad poco frecuente cuando se escribe o se habla de noticias mediáticamente más habituales. Lo que está ocurriendo en Roma lo sabemos porque lo vemos en directo, en idiomas propios o ajenos, en canales nacionales o internacionales.
La novedad está en bucear por los convencimientos más íntimos y personales de cuantos escribimos o hablamos sobre una cuestión que Juan Pablo II ha puesto abiertamente sobre la conciencia del mundo. La grandeza del personaje no está tanto en las colas interminables de Roma ni en las audiencias televisivas millonarias.
Me parece que la grandeza está en que su muerte ha removido las conciencias de muchos ciudadanos del mundo ante el hecho de la trascendencia. Dice George Steiner, un brillantísimo intelectual judío, que sólo hay una cuestión importante sobre la que todos, de alguna manera, nos pronunciamos. La resume en una pregunta elíptica: ¿está o no está?. Existe o no. Hay o no hay vida después de la muerte, en definitiva, existe Dios o no existe.
El Papa no ha inventado nada. Ha recogido lo que está escrito en el Nuevo Testamento y ha recordado que la vida tiene más sentido si contempla la trascendencia que si se termina bruscamente en el momento de la muerte. Un sentido trascendente desemboca en una esperanza que hace más comprensible la existencia.
Son conocidas las visitas que el presidente Mitterrand hacía al filósofo Jean Guitton, de noche y un poco a escondidas. Le preguntaba el presidente sobre lo “qué hay más allá” y el pensador francés le contestaba que entre el absurdo y el misterio se quedaba con el misterio.
Se puede leer lo que está ocurriendo en Roma estos días desde muchos ángulos. El efecto mediático universal, los métodos antiguos y legendarios sobre la celebración del cónclave, las corrientes que naturalmente existen y han existido dentro de la Iglesia -recordemos que la primera gran pelea se remonta al año setenta cuando en el primer concilio de Jersusalén Pedro y Pablo discreparon abierta y calurosamente-, el futuro Papa y cuanto más se quiera añadir. Pero el gran atractivo es que en plena post modernidad el Papa ha planteado una cuestión tan vieja y tan nueva como el destino final del hombre.