La toma de Estambul se prolongó durante ocho trágicos meses en la estrecha franja de agua que separa Europa de Asia. Los imperios de este mundo volvieron a chocar en la primera gran guerra de la modernidad que marcaría lo que Winston Churchill, protagonista frustrado de aquella batalla, llamaría el siglo del hombre corriente porque fue el hombre corriente el que más experimentaría el sufrimiento.
Al amanecer del domingo el primer ministro de Australia, el de Nueva Zelanda y el príncipe Carlos de Inglaterra rememoraron el desembarco de tropas australianas y neozelandesas en la península de Gallípoli hace ahora noventa años. El príncipe Carlos leyó un salmo y una docena de coronas fueron depositadas en lo que se convirtió en el primer gran cementerio masivo de soldados muertos en acciones de guerra. La guerra se planteó entre las potencias del Centro, formadas por Alemania, Austria Hungría y el imperio Otomano, contra los aliados liderados por el Imperio Británica, Francia, Rusia y más tarde Estados Unidos.
Australia y Nueva Zelanda se unieron a los aliados en un bautismo de fuego que forjó su identidad nacional.La toma de Gallípoli se convirtió en una carnicería. Nueve mil soldados australianos murieron en aquella batalla que decidiría el curso de una guerra de desgaste y de muertes masivas. También perderían la vida nueve mil franceses, más de veinte mil británicos e irlandeses y ochenta mil soldados turcos en una lucha por tierra y por mar siendo Winston Churchill el primer lord del Almirantazgo de la Flota Real británica.
Los aliados perdieron la batalla ante un bravo ejército turco del que empezó a despuntar la figura de Kemal Atatürk que se convertiría en el líder nacional que daría forma a la Turquía moderna.En una ceremonia posterior para honrar a las víctimas turcas de la batalla asistieron los representantes de los aliados y el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, que resaltó el hecho de que las naciones que lucharon entre sí hace casi cien años hoy han establecido una alianza de amistad y cooperación. El mundo ha olvidado Gallípoli, la Gran Guerra y cuantas guerras se han sucedido en Europa en el pasado siglo. Guerras que se han olvidado pero que son la historia trágica de un continente que eligió la confrontación entre los estados y olvidó la posibilidad de entenderse.
Una Europa que se ha destruido a sí misma varias veces hasta llegar a la conclusión resumida en el “basta ya” que los principales contendientes proclamaron después de la guerra que acabó hace ahora sesenta años.
La Unión Europea no es un pacto entre estados para ser más fuertes o para distribuir la desigual riqueza que generan los veinticinco países que forman parte de la Unión. El principal objetivo de la Unión Europea, tan frágil y tan pendiente de la voluntad de los ciudadanos que la hacen posible, es que no haya más guerras entre los europeos. Puede que esta ambición a muchos les parezca secundaria porque no se observa en el horizonte un enfrentamiento entre Francia y Alemania o entre Polonia y Rusia o entre Italia y España. Es cierto. No hay peligros de guerras entre nosotros. Pero no está de más recordar que lo propio de Europa en los últimos quince siglos es entregarse a guerras fratricidas y absurdas, ya sean por motivos dinásticos, religiosos, políticos o económicos.
Sesenta años de paz y de reconstrucción europea ya no son un breve paréntesis histórico. Es una realidad que ha sido posible gracias a la cesión de soberanía, de competencias, de ejércitos nacionales poderosos y a una voluntad de convivir entre los que formamos parte de la misma civilización.