Todos los problemas políticos, señores diputados, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos y pasado ese punto, se corrompen, se pudren. Son palabras del discurso que Manuel Azaña pronunció en las Cortes de la República en 1932 mientras se discutía el Estatuto de autonomía catalán.
Es interesante repasar los dos discursos principales de aquel debate en el que Ortega y Gasset introduce su tesis de que Catalunya nunca estará satisfecha y que sólo cabe conllevar el problema catalán, mientras que Azaña defiende que sí que es posible y que el problema catalán sólo puede ser resuelto con la participación, la comprensión, y la compresión entre España y Catalunya.
Los dos discursos los ha editado recientemente el Círculo de Lectores con un interesante prólogo de José María Ridao. Vale la pena releerlos porque los paralelismos entre las posiciones orteguiana y azañista en la política española siguen vigentes setenta años después. Han cambiado los nombres y las formaciones políticas, pero las dos visiones sobre España continúan vigentes.
Como consecuencia de aquel acalorado debate sobre el Estatut se limitó el alcance de las competencias solicitadas, aunque el texto no fue aprobado.Algunos historiadores coinciden en que el golpe de Estado frustrado de agosto de 1932 contra la República, propiciado por el general Sanjurjo, facilitó la ratificación definitiva, que se aprobó el 9 de septiembre de aquel mismo año.
La política tiene sus mecanismos propios, que con frecuencia reciben decisivas influencias que no guardan relación con lo que se está debatiendo. La política suele ir por un lado y los hechos modifican su trayectoria hasta desfigurarlos por otro. Tener razón demasiado pronto o demasiado tarde es lo mismo que equivocarse.
A la madurez o acidez de la que hablaba Manuel Azaña cabría añadir lo que decía el primer ministro británico Harold Macmillan al afirmar que la esencia de la política es el timing, la cronología, el hacer las cosas en su momento, cuando están al punto.
Vivimos días de tensión política mientras se retoca el texto estatutario devuelto por el Consell Consultiu en el que se señalaban varios artículos anticonstitucionales y otros de dudosa constitucionalidad. Los socios del tripartito, con su presidente a la cabeza, insisten en que se aprobará el Estatut y que se enviará al Congreso con la preceptiva mayoría que saldrá de la Cámara catalana, es decir, con los votos de CiU, que son imprescindibles.
La música que llega de la formación liderada por Artur Mas desafina de la sinfonía voluntariosa del tripartito. Un conseller de peso en el Govern me comentaba en los actos de la Diada que la aprobación del Estatut puede ir del canto de un duro después de hablar con un destacado dirigente de CiU, que le insinuó que su formación podía inclinarse finalmente a favor del no. Artur Mas ha presentado su última oferta modificada advirtiendo que sólo votarán afirmativamente si el Estatut lleva incorporado un buen modelo de financiación. Pueden decir no.
Pronto sabremos si el texto estatutario sale de Barcelona debidamente refrendado. Sea cual fuere el resultado, habrá que ir preparando un plan B en el caso de que el Estatut no salga de Catalunya y tener a mano un plan C en el probable supuesto de que el Congreso tumbe la propuesta que le llegue del Parlamento catalán.
Desconozco si el tripartito dispone de estos planes de emergencia. Deduzco que la decisión será agotar la legislatura, ya que no está en la intención de Maragall convocar anticipadamente a las urnas. Lo que no alcanzo a ver es cómo se va a gobernar hasta el final si este fracaso se materializa.