No se puede aceptar la deportación de quinientas personas, subsaharianas, al desierto entre Marruecos y Argelia. Buscaban un horizonte de libertad, progreso, y dignidad. Se encuentran tirados en las arenas del desierto donde el sufrimiento y quizás la muerte lenta les espera.
No voy a caer en la simpleza de decir que Marruecos los ha abandonado indignamente. Es España, es Europa, somos los occidentales en su conjunto, los que les hemos dado un golpe de puerta en las narices.
Somos los europeos los que protegemos nuestra agricultura para que los productos africanos no puedan llegar a nuestros mercados.
Somos los europeos los que acogemos cuantos necesitamos y decidimos echar a cuántos nos sobran.
El tema es delicado, difícil, el mayor reto que tiene la civilización occidental que está satisfecha con un éxito y una superioridad sin precedentes en la historia.
No pueden venir todos. Porque no cabríamos y porque crearíamos un problema social insoluble en nuestras sociedades.
Pero sí que podemos intervenir pacíficamente, socialmente, humanitariamente, en el tercer mundo. No se trata de la solidaridad para satisfacer el discurso de los progres o para tranquilizar la conciencia de los ricos.
Se trata de ver personas cuya dignidad está siendo pisoteada. Se trata de recurrir nuevamente a la ética que no puede disociarse de la política.Hay que tomarse de una vez por todas en serio cómo se puede romper el desequilibrio social, económico y educativo entre África y Europa.
Esto cuesta dinero. Mucho. Pero sólo con dinero no se acabará el problema. El dinero crea enriquecimiento de las minorías, corrupción, mantenimiento de dictadores despóticos, abuso de autoridad y privación de los derechos más elementales.
Los subsaharianos que saltan las verjas de Ceuta y Melilla quieren entrar en un mundo más humano. Pero, sobre todo, quieren huir del infierno en el que viven.
Dos recetas aparte de las inversiones. La primera es educación, educación, educación. La segunda es involucración personal de muchos europeos dedicando alguna parte de su tiempo, algunos meses y años, para hacer ver a tantos millones de ciudadanos del tercer mundo que ellos también, sólo ellos, pueden superar las dificultades y no tener que enfrentarse a la vergüenza de saltar vallas en busca de nuevos horizontes vitales.
Moralmente no hay mucha diferencia entre enviar a miles de personas a los campos de concentración que abandonarlas en un desierto africano.