Me comenta un lector fiel que me sigue a través de la red sin que se le escape nada de lo que escribo que está preocupado por “la utilización partidista, religiosa y política de estos sucesos patrios, en los que veo muchas cañas pescando en este río revuelto”.
Mi interlocutor es un madrileño afincado en Barcelona, hombre leído y viajado, sutilmente escéptico, empresario de dimensiones medias, que sigue con interés por no decir pasión la actualidad.
El río baja revuelto y muchas cañas están paradas en espera de que algún pez, grande o pequeño, pique el anzuelo. Pero en estas riadas de aguas turbulentas la buena pesca no abunda y no hay que sorprenderse de que cuando el hilo se tensa se acabe arrancando un zapato, un coche quemado o una bandera de cualquier simbología.
Los pescadores profesionales saben que faenar en es perder el tiempo y gastar energías innecesarias. Los bancos de la buena pesca navegan por aguas tranquilas, transparentes y tranquilas.
Las aguas europeas están turbias. En Alemania podemos encontrarnos con una canciller de centro derecha presidiendo un gobierno de mayoría socialdemócrata para acometer las reformas pendientes y, de paso, revisar el sistema federal que aquí defiende con tanta ilusión Pasqual Maragall.
Los británicos le niegan a Tony Blair unas leyes antiterroristas que vulneran la tradicional presunción de inocencia y que pretendían prolongar la detención sin cargos durante noventa días. Blair tiene que recuperar el espacio perdido a pesar de que su éxito no estuvo en cambiar el país sino en cambiar su partido.
Italia, qué les voy a contar que no sepan, con un primer ministro que es el hombre más rico del país, tiene prácticamente todas las televisiones y parte de la prensa a su servicio y que intenta introducir leyes que le garanticen su inmunidad el día que abandone el poder. A pesar de todo se pone de los nervios cuando un personaje como Adriano Cedentano, salido de la noche de los tiempos, se atreve a presentar un programa en clave de humor en el que ridiculiza a Berlusconi y su particular estilo de hacer política.
En Francia, ni los franceses con su potente plantilla de intelectuales son capaces de formular un diagnóstico que nos explica qué está pasando exactamente.
Se distribuye la ciudadanía francesa pero se les sigue llamando inmigrantes de segunda o tercera generación. Al diferencial étnico hay que unir el diferencial social que impide a esos jóvenes que recurren a la violencia porque no pueden salir de sus barrios el fin de semana con sus propios coches y tienen que contentarse con viajar hacinados en los transportes públicos.
Se dedican a asaltar sus propias escuelas y quemar los coches de sus vecinos, en una mezcla de envidia, de frustración y de venganza social, mientras el gobierno de la “ley y el orden” impone el estado de queda en media Francia.
En España, volvemos a principios del siglo pasado con tres problemas que han revuelto las aguas nacionales con una constancia inalterable: la estructura territorial con Catalunya como telón de fondo, la Iglesia, esta vez con la sexta ley de educación y la reforma agraria que en este caso podría equipararse, puesto que el sector agrario ya no es decisivo, con la OPA de Gas Natural que pretende “que los catalanes controlen la energía de todos los españoles”. No hemos avanzado mucho y no salimos de la premodernidad.
Nadie habla aquí del problema de la inmigración que tiene mucho que ver con el decrecimiento demográfico. Y las encuestas empiezan a señalar un cambio en la política española. La caña del PP está tensa y puede recuperar el poder perdido por las aguas que todos hemos revuelto.