En la entrada del Centro Nacional de Prensa de Washington, varios pisos más arriba del que fue un día mi oficina de este diario en la capital americana, había una inscripción en el dintel de la puerta que se atribuía a Abraham Lincoln, el presidente asesinado en un teatro de la ciudad. Decía que “Dios prefiere a la gente normal, por eso ha hecho tanta”.
Al presidente Truman le echaban en cara que fuese un tipo normal, un “common man”, en la campaña electoral en la que se batía con Thomas Dewey. El Chicago Tribune cometió una pifia histórica al darle como vencedor en una memorable noche electoral que acabó perdiendo.
Harry Truman respondía a las acusaciones diciendo “what’s wrong being a common man”? Ganó las elecciones de 1948 porque la mayoría de americanos se consideraban tan normales como él.
Afortunadamente, la mayoría de la gente somos normales, nos situamos en el centro de la gran corriente social, y nos sorprenden las batallas a vida o muerte que se libran desde los extremos en nombre de causas extremas, unitarias, por no decir autoritarias.
Lo normal es que haya muchas empresas de este país que hagan negocios con Castilla León, con Catalunya, con Asturias, con China o con Uruguay. La gente normal madruga, acude al trabajo con o sin ganas, escucha la radio, ve la televisión, tiene problemas con su jefe, se enfada y se alegra de las vicisitudes de su profesión, está contenta si le aumentan el sueldo y se resigna si sigue cobrando lo mismo. Se entrega al sueño cansada y confía en que el mañana será más generoso con su vida.
La gente normal tiene una satisfacción íntima, inexplicable, si su equipo, el Barça, da una lección de fútbol en el Bernabéu. Y también son normales los madrileños que se rinden a la evidencia de Ronaldinho y aplauden al gaucho aunque sus aplausos vayan dirigidos a don Florentino.
A la gente normal les gusta la pesca, ir a buscar setas, el fútbol, el baloncesto o la ornitología. Leer buena o mala literatura, ir al cine y recorrer su ciudad en bicicleta una mañana de domingo.
Es normal la gente que cuida a sus mayores, se sacrifica por ellos, se preocupa por la educación de sus hijos. Hay no creyentes que llevan a sus niños o niñas a un colegio católico y hay católicos que prefieren confiar la educación a colegios públicos.Hay católicos divorciados y progresistas que no se han separado y no tienen intención de hacerlo.
Lo normal es que la gente viaje, que conozca otros mundos, que estudie con becas Erasmus en las universidades más insospechadas de Europa. Es normal que miles de estudiantes se doctoren en universidades americanas, británicas o canadienses. Y al revés.
Barcelona es un sorprendente fenómeno de normalidad. Este año se calcula que unos trece millones de turistas y visitantes se paseen por la ciudad en todas las épocas del año. No vienen porque hablamos catalán o porque hayamos enviado un Estatut a Madrid o porque el Barça sea el mejor de todos. Vienen porque hay muchos hoteles, porque la ciudad tiene atractivo y porque la cocina del país es excelente. Y porque los precios del transporte aéreo son más asequibles que nunca.
Lo que no es normal es el circo organizado por políticos y periodistas como si fuéramos un país de gentes subnormales. Desde las trincheras mediáticas, políticas, financieras y funcionariales se ha organizado una guerra con un lenguaje premoderno y vengativo.
Caben dos posibilidades ante este lamentable espectáculo: unirse al circuito político mediático que nos trata como subnormales o seguir en la normalidad y observar la realidad con asombro, con cierta ironía distante y con sentido del humor. Les aconsejo lo segundo.