El susto que se ha llevado Europa cuando Rusia ha movido la pieza energética ha hecho temblar de frío y miedo al continente. Rusia ha condicionado la política europea y mundial desde que a Napoleón se le ocurrió la triunfal excursión militar por las estepas rusas en el invierno de 1812 que Tchaikovsky inmortalizó en su célebre obertura y que Tolstoi la describió en la gran novela de “Guerra y Paz”. Fue un fracaso de la «Grand Armée» a pesar que una de las primeras disposiciones del corso fuera la de crear una sede de la Academia Francesa en Moscú.
Rusia existe, es muy poderosa y tiene capacidad de alterar el orden mundial a pesar de que los triunfalistas liberales anunciaron el fin de la historia al caer el Muro de Berlín en 1989. No importa que en las ruinas de la Unión Soviética no hayan aparecido líderes con talla y criterio, ni que no haya partidos, ni nueva sociedad, ni nueva economía y que los complejos energéticos hayan caído en manos de cuatro pillos que crecieron y vivieron en el sistema anterior.
A pesar de ello, Rusia es determinante en la historia del mundo. Se rige por los criterios de un estado muy débil y un instinto maquiavélico de todos los dirigentes que han gobernado aquel inmenso país desde Pedro I el Grande.
La fuerza de Rusia tiene mucho que ver con sus dimensiones físicas. Su inacabable territorio y la capacidad de sufrimiento de sus gentes han prevenido que Europa fuera dominada por Napoleón en el siglo antepasado y por Hitler en el último.
Pero también es cierto que después de estas colosales epopeyas nacionales, la paz de Rusia se ha identificado con la imposición de criterios autocráticos hasta allí donde llegaban sus ejércitos. Es célebre la frase de un general de la zarina Catalina cuando afirmó que Rusia no estaría segura hasta que sus soldados no estuvieran controlando las dos orillas de sus vastas fronteras.
Tras la guerras napoleónicas formó parte de la Santa Alianza en nombre del conservadurismo para frenar la Revolución Francesa y después de la última guerra mundial en nombre del comunismo que negó las libertades a los rusos y a media Europa.
El imperio soviético se desmoronó con la perestroika de Gorbachev pero el instinto expansionista de los rusos no ha quedado borrado de la historia. Hay un dato escalofriante que revela que en los últimos cuatro siglos Rusia ha conquistado nuevos territorios a un promedio de cincuenta kilómetros cuadrados cada día.Pedro el Grande dejó escrito en su testamento que los rusos no podían dormir tranquilos hasta que se pudieran bañar plácidamente en las aguas del Golfo Pérsico.
Con la adquisición de nuevas tierras se incorporaron también nuevas etnias, diferentes religiones, culturas muy diversas, lo que hizo muy difícil crear un estado homogéneo que se desmoronó en 1989 haciendo realidad aquella falsa promesa de Lenin de que Rusia dejaría de ser la cárcel de los pueblos.
No es una casualidad que los problemas energéticos de estos días se hayan concentrado en Ucrania, la cuna de Rusia, emancipada en los tiempos del frívolo Boris Eltsin. El precio del combustible es el pretexto para cortar el suministro a Ucrania y Moldavia.
Desde el Kremlin se anuncia que no afectará a los países de Europa central que dependen tanto de la energía que viene de Rusia. Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría tiemblan cada vez que se mueve la situación en Alemania o en Rusia.
Por eso es tan importante para la paz europea y mundial la incorporación de esos estados a la Unión Europea, un espacio que garantiza derechos y libertades y que no pretende dirimir los conflictos nacionales con ejércitos organizados.
Europa ha de buscar la paz y la tranquilidad con Rusia y no olvidarse de su vínculo atlántico. El poderío americano y el inmenso territorio ruso que va desde Polonia al Pacífico no pueden convertirse en una tenaza que estropee la plural identidad y el progreso europeo. Javier Solana sabe mucho de ello. Y trabaja incansablemente en las dos direcciones.