La armonía en sentido figurado es la conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras. La sociedad no es sino un gran contenido de armonías, de códigos y costumbres, de lenguajes y gestos, de miedos y orgullos, de leyendas y fantasías, de mitos y realidades.
La evidente crispación en la vida política española es exagerada y no guarda proporciones con la realidad. Minorías políticas y mediáticas se han polarizado con el consiguiente desconcierto para la ciudadanía.
No existe una corriente de fondo que conduzca a un cambio importante en la vida de las gentes. No estamos ante el movimiento de hace dos siglos que pretendía abolir la esclavitud. Tampoco ante el fenómeno de la descolonización al término de la última guerra mundial. Ni siquiera ante los movimientos feministas y ecologistas de los últimos años.
Estamos ante algo tan español como es la tragedia sin pretender lección moral alguna. No hay burguesía como aquella realidad que buscaba la primacía de la ética, la laboriosidad, la regularidad y el orden como un deber de la mayoría.
Es algo tan simple y tan hispánico como el «trágala», el «te vas a enterar», el que «manda aquí soy yo» y otras categorías que tantos disgustos nos han traído. Dice un amigo mío que no hay nada que se parezca más a la derecha española como la izquierda española.
La primera busca el dominio del poder y la segunda el dominio de las ideas. Es una vieja historia. Y por el medio han surgido los nacionalismos que se parecen todos en su constante afán de prescindir de los demás nacionalismos.
Es preciso extirpar la estupidez que vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella. Hay que recuperar el matiz y el claroscuro. El escuchar antes de hablar. El pensar en las razones del otro antes que echarle en cara sus supuestos errores. El error está en presumir que los errores siempre son los ajenos.