Los optimistas por definición piensan que el proceso político abierto por Zapatero llevará a la paz con ETA, a la tranquilidad de Catalunya con su nuevo Estatut, a una cascada de reformas estatutarias en las autonomías que así lo quieran y a una España federal en la que todos nos sentiremos la mar de felices durante una o varias generaciones.Es la visión positiva.
Los pesimistas de todas las latitudes no ven más que catástrofes previas a la espera del gran caos de la destrucción final que llevará a España al suicidio. Afortunadamente, la política no es cuestión de optimismo o pesimismo, de sentimientos o quimeras, sino de realidades e intereses no siempre coincidentes y con frecuencia contrapuestos de los ciudadanos.
En democracia no hay manera de evitar las urnas cuando preceptivamente toca y entonces es la gente la que confirma el mapa político existente o propone otro alternativo. Que no cunda el pánico porque hay un tiempo para votar, otro para gobernar y un tercero para volver a votar.
Lo que más me interesa ahora de la política catalana y española es cómo quedará el mapa después de las elecciones municipales, autonómicas y generales que se van a celebrar entre las primaveras de 2007 y 2008.
Los resultados no serán del gusto de los optimistas ni de los pesimistas. Habrá que administrar con serenidad y un poco más de inteligencia que en los últimos dos años lo que salga de las urnas. Por parte de los que ganaron y también por parte de los que perdieron o no supieron perder.
Si les he de ser sincero veo que la política española y catalana están instaladas en un galimatías, una situación confusa que desconcierta a la ciudadanía que sale a la calle en Barcelona o en Málaga, con fotos oportunas y estratégicas de políticos con políticos, de idas y venidas de La Moncloa y de viajes de textos de un parlamento a otro que regresarán convenientemente desfigurados o afeitados y, en cualquier caso, limpios como una patena, Zapatero dixit.
El presidente del gobierno nos anunció veintiocho leyes en su última comparecencia a la prensa. A ningún colega se le ocurrió preguntar por las leyes propuestas y el diálogo con los periodistas se centró en el Estatut de Catalunya y en la posibilidad de que ETA anuncie el abandono de las armas.
El Estatut catalán ha ocupado la centralidad del debate político en los últimos dos años. Cuando todavía está tramitándose en el Congreso se organiza en Barcelona una multitudinaria manifestación bajo el lema “som una nació i tenim el dret a decidir”.
No deja de ser curioso que la cúpula de ERC, que forma parte del tripartito y está negociando en las Cortes su aprobación, se personara en la manifestación a la que concurrieron seis consellers del gobierno catalán. Como a los republicanos no les gustan los recortes que se aplican al texto estatutario insinuan que pueden votar en contra o abstenerse en el referéndum que necesariamente habrá que celebrar en Catalunya.
Cuesta entender que el Estatut se pactara en la Moncloa sin la presencia del president Maragall que, si nadie lo desautoriza, es la primera autoridad catalana y el que se ha empeñado en sacar adelante el texto aprobado por una gran mayoría el 30 de septiembre.
Da la impresión que nuestros políticos no se crean que sus decisiones tienen una dimensión jurídica. Tenemos derecho a decidir, claro que sí. Pero dentro del marco pactado. No tiene sentido abandonar el partido en la segunda parte porque se está perdiendo.
No voy a insistir en la irresponsable actitud del Partido Popular en este proceso convirtiéndose en un pirómano que no descansa ni de día ni de noche. Ellos sabrán.
Pero los gobiernos de Madrid y Barcelona tienen que saber que si su estrategia tropieza contra la realidad, si no salimos todos de este laberinto, los ciudadanos les pasarán cuentas. Al fin y al cabo la democracia no es para formar gobiernos sino para echarlos.