La maratón del Estatut de Catalunya está acercándose a la meta. Muchos se preguntan si para llegar adonde estamos hacía falta una carrera tan larga, pesada, contradictoria y hasta cierto punto innecesaria.
Otros piensan que ha valido la pena, que hay un texto mejor que el que está en vigor, que hay un reconocimiento nacional y una financiación más justa para Cataluña.
Pienso que ha habido demasiado desgaste. Desgaste de todos los políticos, desde los socialistas a los populares y desde los nacionalistas de Esquerra a los de CiU. La ciudadanía ha vivido el proceso con una cierta desorientación.
Españoles y catalanes, ibéricos todos, nos hemos dedicado a recriminarnos, insultarnos a veces, con prejuicios atávicos, creando una desafección que se ha escenificado en la política y en algunos rabiosos medios de comunicación pero que no existe en el grueso de la sociedad.
Me identifico con lo que Isaiah Berlin decía en sus memorables «Cuatro ensayos sobre la libertad». Dice el pensador que «lo que esta época necesita no es más fe, una dirección más severa o una organización más científica, sino, por el contrario, menos ardor mesiánico, más escepticismo culto, más tolerancia con las idiosincracias, medidas adecuadas para lograr los objetivos en un futuro previsible, más espacio para que los individuos y las minorías cuyos gustos y creencias afortunadamente no coinciden puedan alcanzar también sus fines personales».
Volvamos a la racionalidad y al respeto mutuo. España no se rompe. Ni se romperá. Pero las funciones del Estado van a cambiar, todavía más de lo que han cambiado, porque la historia no nos ofrece nunca fotos fijas sino un conjunto de evoluciones gestionadas por las gentes y sociedades de cada hora.
Menos atavismos hispánicos y más tolerancia, más racionalidad y, sobre todo, más sentido común.