El historiador Eric Hobsbawm, afiliado al partido comunista en los años cuarenta en Cambridge y todavía militante sentimental, es un intelectual brillante y honrado. He leído varios de sus libros y su visión de la historia es muy respetable. Nos cuenta que sigue siendo comunista por razones emotivas pero que el gran victorioso del siglo pasado ha sido el sistema liberal norteamericano.
Por la naturaleza de su ideología, el comunismo pedía ser juzgado por su éxito y no tenía reservas, no estaba preparado, para el fracaso. Lo cuenta en su recortada historia del siglo pasado, “The age of extremes”, una historia que la comienza en 1914 y la acaba en 1991. Un siglo corto pero muy tenso y convulso.
Ayer se cumplieron veinte años del desastre de Chernobil que precipitó el principio del fin del sistema comunista y de la Unión Soviética. Gorbachev se dio cuenta y dijo parte de la verdad de lo ocurrido. Bastó una rendija de libertad para que todo el edificio se derrumbara. La utopía social que influyó tanto en todo el mundo entraba en agonía y fallecía con la caída del muro de Berlín.
La idea comunista vivió más extensamente en los espíritus de las clases dirigentes que en los hechos. Curiosamente, más en Occidente que en el Este de Europa. Decía Hannah Arendt que ser comunista en los años veinte y treinta no era un pecado sino simplemente un error, a pesar de que Stalin había cambiado el partido y lo había convertido en un movimiento totalitario, dispuesto a cometer cualquier crimen y cualquier traición, incluso la traición a la misma revolución.
Se ignoraron los juicios de Moscú, donde algunos de los amigos de los comunistas occidentales formaban parte de los acusados. Brecht y Sartre callaron. Como muchos otros también callaron con el pacto entre Stalin y Hitler, con las purgas posteriores, con la hambruna en Ucrania, con los gulags y demás experiencias inhumanas diseñadas por aquellos expertos ingenieros del alma.
Chernobil puso de relieve que la mentira no se sostiene. El sistema era un gran aparador de cemento, de misiles, de energía nuclear y una burocracia que penetraba en la intimidad de las personas.
Ya sé que todavía no es políticamente correcto decirlo. Pero los europeos no hemos llegado a condenar aquella monstruosidad moral y política. El único juicio aceptable es la observación anodina de que no funcionaba. Y reorientamos las críticas a Estados Unidos.
A mi personalmente no me gusta la presidencia Bush que ha cometido tantos errores y barbaridades. Pero la filosofía política norteamericana, sí que es la vencedora del momento y su imperio tardará tiempo en declinar porque, a pesar de todo, ha preservado mejor que nadie el espíritu de la libertad.