El capitalismo desbocado fue denunciado por Carlos Marx, mucho antes de que la crisis de 1929 hiciera caer en dos años a casi todos los gobiernos del mundo. El diagnóstico de Marx erró en lo fundamental. Pensaba que la historia la conducen los hechos y no los hombres. En nombre del hombre nuevo se acabó haciendo insufrible la misma vida de los hombres.
Vivimos tiempos de expansión. La globalización transporta a los últimos rincones del planeta bienes, capitales y conocimiento. El crecimiento global en los últimos tres años ha sido de un cinco por ciento consolidado. Millones de humanos están saliendo cada año de la miseria y la desesperación.
No hay motivos de preocupación. Pero quiero resumirles unas declaraciones del profesor Kenneth Rogoff, ahora en Harvard pero antes de Princeton y Berkeley. Ha trabajado para el Fondo Monetario Internacional y es un hombre respetado en los ambientes académicos americanos.
Dice Rogoff que en los últimos veinte años ha habido un declive gradual en los asalariados del mundo desarrollado. Los ricos lo son cada vez más pero los que no están en el club de los poderosos no mejoran en la misma proporción.
Marx no tenía razón. Los asalariados no son explotados y el movilidad laboral es extraordinaria. Pero si su participación en el crecimiento nacional no aumenta, podemos encontrarnos en una situación de tensiones sociales que afecten a todo el mundo.
Los ejecutivos, los más listos, los que interpretan los signos de la economía pueden convertirse en multimillonarios en dos o tres operaciones. No se trata de crear riqueza sino de generar beneficios. Se dan muchos casos en los que un ejecutivo recibe cincuenta millones de dólares por despedir a cinco mil asalariados de una gran compañía. Es un héroe de la gestión dejando a miles de personas sin trabajo.
Pero esta actitud crea tensiones invisibles que transcurren en el subsuelo hasta que un día explotan en la superficie y se crea una crisis de dimensiones globales.
La tecnología y los expertos financieros son los dueños del momento. Pero si la tarta no es proporcionalmente distribuida podemos llegar a tener problemas muy serios. Al fin y al cabo, la política, no son sino intereses. Las democracias no pueden vivir sin crisis. El problema es cuando las recetas son imposibles. Podríamos estar en el principio de este momento que sería trágico para las libertades y para las democracias.
Roosevelt entendió las consecuencias de aquella crisis de 1929. Y puso un remedio que resultó providencial. Ahora no vemos las crisis. Pensamos que no existen. Error que se puede pagar muy caro, es decir, que puede afectar a millones de personas de todo el mundo.