Los efectos de aquel 11 de septiembre de 2001 han sido desvastadores. Estados Unidos fue atacado en su propio territorio y como consecuencia de los atentados macabros de varios suicidas, la primera potencia del mundo recurrió a su hegemonía para combatir a quienes habían destruido los símbolos más emblemáticos del sistema americano y dar muerte a más de tres mil personas que se encontraban en las Torres Gemelas.
La globalización, también en la estructura y actuación del terrorismo, disipó el sueño de un país que se creía invulnerable. Básicamente, por la existencia de la bomba humana transportada por suicidas que arrebataba el monopolio de la fuerza al Estado, por primera vez desde la paz de Westfalia de 1648.
Los Estados, a efectos de garantizar la seguridad nacional, siguen siendo actores decisivos pero no encuentran la fórmula para combatir a otros actores que no disponen de estructura visible, son ilocalizables, actúan desde el interior de las sociedades democráticas y disponen de un poder devastador imprevisto y muy importante.
La respuesta más asequible para una gran potencia ya se ha experimentado. Se derrocó al régimen talibán de Afganistán, se organizó sobre la marcha y sin pruebas contrastadas la guerra de Iraq con resultados del todo insatisfactorios por no decir catastróficos.
Paralelamente al despliegue de la majestuosa fuerza militar, la administración Bush puso en marcha un conjunto de medidas legales declarando la guerra contra el terror. La seguridad nacional era prioritaria sobre cualquier otro valor y el sistema norteamericano suspendió temporalmente el equilibrio de poderes como no había ocurrido desde los tiempos de Roosevelt cuando entró en guerra contra la Alemania de Hitler.
La prensa se unió en principio a la corriente patriótica nacional hasta que empezaron a llegar pruebas filmadas sobre los abusos que las fuerzas armadas estaban cometiendo en las cárceles de Iraq, como la de Abu Ghraib o la existencia de la prisión de Guantánamo, un enclave extra territorial situado en la isla de Cuba.
El diario “The New York Times”, como ocurriera en los años sesenta con la publicación de los Papeles del Pentágono que irritaron al entonces secretario de Defensa, Robert McNamara en los tiempso más intensos de la guerra de Vietnam, acaba de hacer públicos el control que la administración está haciendo de cientos de miles de transacciones financieras internacionales.
La administración Bush ha reaccionado de forma parecida a la que utilizó el presidente Johnson hace casi cuarenta años. Ha atacado a un gran periódico por haber puesto en peligro la seguridad nacional sin dar una respuesta explícita sobre si la lucha contra el terrorismo puede vulnerar la libertad de los norteamericanos cuyas cuentas están siendo monitorizadas por el gobierno en nombre de la seguridad nacional.
Algo parecido ha ocurrido con las escuchas telefónicas indiscriminadas y con el seguimiento de muchos ciudadanos que nada tienen que ver con el terrorismo.
No soy de los que se suman a la moda europea de que los norteamericanos son los causantes de todas las desgracias del mundo. Sólo hay que dar un vistazo al siglo pasado para comprobar que gracias a Estados Unidos pudimos ahuyentar nuestros fantasmas en tres ocasiones si incluimos también la larga guerra fría.
La corrección de la política de Bush en su guerra contra el terror no vendrá de Europa sino del interior de Estados Unidos a medida que vaya recuperándose el equilibrio de poderes y cuando la opinión pública, a través de los medios de más prestigio, advierta que recortar las libertades sin obtener los resultados esperados no podrá continuar indefinidamente.
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