Las víctimas inocentes no pueden culpar a nadie. Han muerto. Es tan muerto un muerto por la democracia, la dictadura, el terrorismo, los fanatismos de cualquier escudería. Todos son víctimas de la violencia humana. Me decía el otro día un antropólogo que el hombre es el único ser que ataca a su semejante. Es una evidencia.
Leo una historia de la ciudad de Kufa, un centro histórico de la vieja Mesopotamia, que visité en un par de ocasiones durante la guerra entre Iraq e Irán al final de los ochenta. Regresaba de Babilonia y pasé también por Kerala.
La crónica dice lo siguiente: » al menos 60 personas murieron y más de un centenar resultaron heridas en un atentado suicida con coche bomba en la ciudad chií de Kufa. El autor aparcó su furgoneta en la esquina de un popular mercado, muy cerca de la entrada de una mezquita, y comenzó a ofrecer trabajo a los que estaban por allí. Una vez repleto el vehículo de personas, el suicida lo hizo estallar.»
No sé si el suicida era chií, sunita, kurdo o extranjero. Tampoco sé si se inmolaba en nombre de Al Qaeda, de los partidarios de uno u otro bando, si era una de los centenares de hombres y mujeres que se han suicidado matando. Un ser humano que comete esta barbaridad es un asesino de inocentes. Es una persona que lleva el mal dentro, seguramente pensando que hace un gran bien. Cuánto mal se ha cometido en el mundo por los que se creían o nos podemos creer buenos.
Me da igual que sea contra la indeseada presencia de soldados americanos y británicos en Iraq. Esta actitud es repugnante. No es que sea la «condición humana». Es algo más. Es que el mal circula con impunidad en el ancho mundo. En Oriente lo vemos actuar en nombre de la seguridad, de un estado, de una memoria o de una ideología.
Puedo comprender la situación desesperada de un suicida que toma una decisión tan definitiva. Lo que no es aceptable es que sea una persona la que matando a muchos, cuantos más mejor, se inmola. No hay causa que lo justifique. No forma parte de nuestra cultura ni nuestra civilización.