Copio de un artículo publicado en 1988 por el director de Le Point, mi amigo Claude Imbert, sobre cómo veía la situación en Francia hace 18 años:
«Nuestro país es el hombre enfermo de Europa. Está enfermo de la enfermedad de la época, la enfermedad de la cabeza. Enfermo, en primer lugar, de mentiras por omisión, enfermo de ignorar la degradación mesurable, patente, de su potencia económica, enfermo de la vulgarización de su sistema educativo y de su justicia, enfermo de su envejecimiento demográfico, enfermo de sus gastos sociales que llevan a la jubilación a quienes todavía son capaces de aportar mucho, un síntoma fatal de una parálisis implacable».
En su espléndida biografía de Chirac, el periodista Franz Olivier Giesbert, dice que el presidente se ha convertido en el guardian del cementerio social francés.
Pero lo que ocurre en Francia no es un fenómeno aislado. Se está extendiendo sin darnos cuenta por todo el continente. Viajamos, gastamos, nos divertimos, nos hemos instalado en el llamado bienestar social que no es otra cosa que descargar sobre el Estado lo que tendrían que hacer los ciudadanos.
El Estado es el que ha de ordenar lo que hacen los individuos para prevenir abusos, para mantener el monopolio de la violencia con objeto de que las violencias particulares hagan la vida imposible a los demás, para que se cumplan las leyes, para garantizar los derechos de los desprotegidos, para aplicar la justicia sin favoritismos, para que la riqueza no sea patrimonio de unos cuantos.
El esfuerzo ha desaparecido del vocabulario público. También se nos ha escapado la verdad, la libertad, la solidaridad con los más próximos. Si estos principios se abandonan no tendremos argumentos para abordar la crisis que plantearán los recién llegados que los aplican con más convicción a pesar de que no les damos oportunidades para que puedan ejerecer sus derechos y cumplir con sus obligaciones.