Una gran novela leída con calma y tranquilidad en los largos días de verano es tanto o más gratificante que un viaje al fin del mundo, un crucero por el Mediterráneo o una cena exquisita y exclusiva en las mansiones de la Costa Brava o en los poblados confortables y artificiales de la Cerdanya que miran a Puigcerdà con la altanería de los adinerados.
Estas vacaciones escogí una obra de un genio de la literatura alemana hablando de otro alemán que un siglo antes le superó en genialidad poética y en grandeza de lenguaje. “Carlota en Weimar” de Thomas Mann fue publicada en 1939 cuando el autor se encontraba en el exilio en Estocolmo y vislumbraba la amenaza que el nazismo suponía para el pueblo y la cultura de Alemania.
La imaginación de Mann resucita a Goethe contándonos lo que pudo haber ocurrido en el encuentro entre el poeta y el personaje de Carlota, la protagonista de la pequeña novela que dió fama a Goethe en su novela “Las desventuras del joven Werther”, un librito que su admirado Napoleón releía en sus noches de insomnio en la expedición a Egipto para situar a sus ejércitos a los pies de las pirámides y pronunciar aquella ridícula sentencia de que “cuarenta siglos de historia os contemplan”.
La espléndida traducción de Francisco Ayala, más de cien años a sus espaldas y todavía lúcido, sitúa el encuentro entre el amor apasionado de su juventud, Carlota, y el más grande de los poetas en lengua alemana. Los dos ya situados en el ocaso de su vida. El genio de Weimar porque convirtió a Carlota en un mito romántico de su tiempo y a la protagonista porque supo construir su propia vida con plenitud a pesar de no haber correspondido al delicado empeño de Goethe en conquistarla y hacerla suya.
El capítulo séptimo puede considerarse como uno de los más remarcables monólogos interiores de todos los tiempos penetrando en los rincones sicológicos del alma humana con una naturalidad poética asombrosa. La grandeza, hace decir Mann a Goethe, sólo a la vejez se alcanza. Un joven puede ser un genio, pero no puede ser grande.
El ya anciano Goethe se da cuenta del mal causado a una joven de Weimar, delicada y atractiva, aireando sus sentimientos y mezclándolos con sus pasiones refinadas, para producir una obra maestra.
Los dos personajes observan la vida desde el crepúsculo de su existencia. Se exhiben sin pudor, hablan de lo que pudo haber sido y no fue, de sus trayectorias, de sus frustaciones y de la soberbia que esconde nuestras miserias de juventud o de madurez. La soledad, a pesar de su fama, les embarga a los dos.