Llegan campañas electorales y los partidos ofrecerán sus programas a la sociedad. Un partido no tiene nunca toda la razón, por eso es un partido.
La democracia es la capacidad de aceptar la imperfección de las cosas humanas. El deseo de lo absoluto, en la historia de la administración de los intereses siempre contrapuestos de las gentes, es enemigo del bien que se realiza en la vida cotidiana de los ciudadanos.
Vivimos en una sociedad abierta, de libre discusión, con existencia de instituciones para proteger la libertad y amparar a los más débiles. Las leyes son precisamente el instrumento para que los más poderosos no cometan abusos que perjudiquen a los que nada tienen ni a nadie que les pueda ayudar.
Los valores sobre los que descansa la democracia, como la realización posible de la sociedad abierta popperiana, sólo se sostienen por las convicciones de los que la dirigen. Ideas que se presentan a los ciudadanos para que las asuman. Y no al revés.
Las propuestas tienen que ser aceptadas por la mayoría. Pero la mayoría no puede convertirse en depositaria de la verdad. A veces la mayoría puede equivocarse y no hace falta recurrir a ejemplos bien desgraciados como el que se produjo el 31 de enero de 1933 en Alemania. Si la mayoría tiene siempre razón el derecho puede ser pisoteado porque lo único que cuenta es el poder del más fuerte.
La democracia tiene que proteger también a los más débiles, a los más necesitados, a las minorías que tienen tanto derecho a existir y a expresarse como las mayorías. Merecen respeto. Sin tener en cuenta a las minorías las democracias pueden caer en la tentación de la verdad absoluta del Estado sin tener en cuenta el gran valor del individuo, de su conciencia y de sus intereses por muy marginales que puedan parecer.