Las últimas elecciones en Europa se han traducido en resultados muy ajustados, en cambios de gobiernos por los pelos, en grandes o pequeñas coaliciones que se encargan de gestionar en nombre de mayorías parlamentarias o sociales insignificantes.
En Suecia, los socialdemócratas abandonan el poder después de gobernar casi ininterrumpidamente en los últimos tres cuartos de siglo. El próximo primer ministro conservador representa más el cambio de personas que cambio de programa.
La gran coalición en Alemania funciona bastante bien cara al exterior pero sufre los desgarros ideológicos y personales que produce un gobierno que en realidad es de salvación nacional. Decía el domingo el ex canciller Helmut Schmidt en La Vanguardia que no hubo ninguna disputa en el seno de la gran coalición de 1966, el primer paso para que los socialdemócratas llegaran a formar gobierno tres años después, por primera vez en la historia de la república federal. Pero añadía que el canciller Kiessinger y el vicencanciller Brandt casi no se dirigían la palabra. Eran disputas silenciosas. Mal síntoma.
Los conservadores perdieron en las elecciones del domingo en Austria pero los socialdemócratas victoriosos necesitarán apoyos parlamentarios para formar gobierno. Los húngaros castigaron también el domingo al primer ministro en las elecciones municipales. No es sorprendente porque Ferenc Gyurcsany llegó a decir en el verano que había ganado las últimas elecciones a pesar de haber mentido “por la mañana, al mediodía y por la noche” sobre la marcha de la economía del país.
Tony Blair, uno de los políticos más sólidos y más imaginativos que ha producido Europa en los últimos años, tiene que irse casi por la puerta pequeña y dar paso a Gordon Brown que puede ser desplazado a su vez en las urnas por David Cameron, un conservador que se caracteriza más por las formas, por el aspecto, por el perfil y por las frases prefabricadas, que por sus convicciones personales.
El espectáculo en Francia es digno de observación. La derecha que representa Sarkozy quiere ser más conservadora para arañar votos a la extrema derecha de Le Pen, mientras que los socialistas se enzarzan en un debate sobre el pedigree intelectual de la candidata más popular, la señora Ségolène Royal, que de recibir el apoyo de los socialistas competirá con Sarkozy sobre quién es más de centro, quién sabe ganarse el apoyo de tantos franceses que están de vuelta de la retórica de los políticos.
El electorado se parte en las urnas. Lula no consiguió ser elegido en primera vuelta en Brasil y en Estados Unidos, las últimas dos elecciones presidenciales las ha ganado Bush por muy escaso margen.
No se trata de desligitimar a quienes gobiernan con una diferencia de un solo voto o un solo escaño. Me quiero referir más bien a la ausencia de discursos, en la derecha y en la izquierda, que puedan representar a mayorías sólidas de la sociedad.
La gran coalición, es decir, la unión de los dos grandes partidos para gobernar un país no es un síntoma de salud democrática sino una señal de una cierta enfermedad, una falta de ideas convincentes que puedan entusiasmar a un número más que suficiente de ciudadanos. las grandes coaliciones son para tiempos de grandes crisis, de guerras o de emergencias nacionales. Parece que ahora no pasa nada de eso. La crisis, a mi juicio, es de ideas y convicciones.
Las democracias occidentales están a la defensiva, tienen miedo, un miedo cósmico, que les lleva a buscar soluciones de emergencia para afrontar problemas que no tienen soluciones claras.
Estados Unidos e Israel levantan muchos kilómetros de murallas para detener la llegada masiva de extranjeros. Es la solución que los chinos inventaron hace miles de años y que ahora enseñan a los turistas.
En Catalunya se habla de una gran coalición después de las elecciones de Todos los Santos. Puede que sea irremediable. Pero no es la mejor solución. No estamos en guerra ni en crisis económica y social. La crisis parece estar en nuestras cabezas.