En un reciente encuentro fortuito con el president Pujol me preguntó varias veces cómo veía el país. Se me ocurrió decirle que proporcionalmente había más grúas de la construcción en Agramunt que en París.
Es una manera de verlo, dijo, porque el país, Catalunya, va bien económicamente y las preocupaciones no son asfixiantes para la mayoría.
Pero Pujol no se refería a la materialidad del bienestar que alcanza a amplios sectores de la sociedad, tanto la urbana como la rural, tanto a nacionalistas como socialistas, a la derecha clásica y a la izquierda preocupada prioritariamente por la sostenibilidad y la ecología.
Una de las grandes crisis que ha conocido el país en estos meses ha sido la huelga salvaje de los trabajadores de Iberia que dejó colgados a decenas de miles de viajeros en el aeropuerto. Las molestias, perjuicios y planes frustrados tuvieron un precio incalculable. Pero era una crisis de opulencia.
Mientras los turistas en busca de ciudades bonitas y territorios exóticos permanecían neutralizados en El Prat, los cayucos arrojaban sobre las costas canarias a miles de subsaharianos huyendo de la miseria y el hambre.
El país va bien. Nos lo dicen el ministro Solbes y el conseller Castells con cifras de crecimiento en la mano. Los turistas llegan en manadas milenarias, las empresas españolas lanzan opas sobre cualquier multinacional que se ponga a tiro, la bolsa rompe récords históricos cada día, hay mucha más inversión pública en todas partes y la sensación en general es que vivimos en el país de las maravillas.
No sé si Pujol comparte mi diagnóstico que los ingleses lo manifiestarían con una expresión muy poética: “it’s too nice to be true”. Demasiado bonito para que sea verdad.
El progreso, el éxito, los resultados, la competitividad, el poder y el dinero fácil cabalgan sobre la modernidad sin tener en cuenta que hay personas, muchas, que no llegan a beneficiarse ni de lejos de esa sociedad de los más listos, de los más fuertes, de los más triunfadores.
Sí, el país va bien. Pero miramos hacia otra parte cuando nos olvidamos del derecho a una vivienda digna para todos, de la gestión para integrar a tantos inmigrantes, de qué nos espera cuando la sanidad no pueda atendernos a todos, de cómo se puede garantizar la seguridad, evitar los estragos de la droga…
Empieza la campaña. No nos hablen de encuestas, de posibles alianzas o de ustedes mismos. No se peleen como niños en un patio de colegio. Hablen de la gente, de los problemas reales y del tipo de sociedad que proponen. A no ser que quieran fomentar la abstención.