Saddam Hussein ha sido condenado a morir en la horca. Un tribunal especial le ha acusado de crímenes contra la humanidad y por la muerte de 148 chiíes. Me deja indiferente esta sentencia.
Primero porque el dictador iraquí es un personaje sanguinario que llevó a su país a una guerra contra Irán que causó un millón de muertos y porque invadió Kuwait causando otra guerra. Segundo porque la pena de muerte a Saddam es consecuencia de un tribunal impuesto por un ejército invasor que tiene una dudosa legitimidad.
Que el presidente Bush diga que la condena a la horca es un logro me parece una frivolidad. Si la horca a Saddam es un factor decisivo para las elecciones legislativas del martes en Estados Unidos me parece un sarcasmo.
No tengo compasión para Saddam Hussein. Pero como soy contrario a la pena de muerte pienso que ni siquiera un monstruo como el sátrapa iraquí merece morir por una decisión de un tribunal.
La guerra de Iraq no se hizo para derrocar a Saddam sino para desactivar las temibles armas de destrucción masiva que no existían. Ha sido una guerra construida sobre una mentira. Y sobre una mentira no habita la verdad. El diablo es el padre de la mentira. Así lo dijo hace veinte siglos el evangelista San Juan. Estoy más de acuerdo con el apóstol que con el presidente norteamericano.